Trump contra Harvard: sectarismo frente a inteligencia
Un movimiento que predica la vuelta a una supuesta grandeza estadounidense anterior va y arremete contra aquello que la hizo posible: su increíble dinamismo científico-tecnológico

Hasta ahora, las medidas de Trump podían considerarse crueles (véase la supresión de la agencia de ayuda internacional USAID o su tratamiento de los inmigrantes irregulares) y lesivas para la democracia; hay dos de ellas que entran ya, además, en otra categoría, la de la estupidez. Me refiero a su política arancelaria y a su avieso afán por controlar los centros de producción y transmisión del saber, por interferir en la autonomía de las universidades. Fuera del duelo que mantiene con el poder judicial, este otro representa mejor que cualquier otro la naturaleza intrínseca del movimiento MAGA: fanático, conservador en cuestión de valores y, sobre todo, paleto. Y no lo digo porque una amplísima mayoría de titulados universitarios no votaran por el actual presidente; lo afirmo por la imbecilidad que supone el amenazar con cortar las subvenciones federales a instituciones que estimulan la inteligencia, la creatividad y la innovación, las capacitaciones fundamentales requeridas en la actual “sociedad del conocimiento”. Un movimiento que predica la vuelta a una supuesta grandeza estadounidense anterior va y arremete contra aquello que la hizo posible: su increíble dinamismo científico-tecnológico, apoyado sobre la inmensa capacidad investigadora de sus grandes universidades.
El que sea precisamente Harvard, la más antigua universidad del país (1636) quien se ha resistido al amedrentamiento de la Casa Blanca dota a este choque de una singular fuerza simbólica, lo convierte en un duelo de titanes. El Gobierno más poderoso del mundo contra la mejor universidad (ha producido la friolera de 162 premios Nobel). El chantaje es el mismo que ya ensayó con éxito con Columbia: o te ajustas a nuestras condiciones o te retiramos los más de 2.000 millones de dólares en fondos federales, aparte de la posibilidad de eliminar las exenciones de impuestos a los donantes privados, una de sus más importantes fuentes de ingresos (más de 500 millones el último año). Dichas condiciones se concretan en el control sobre su funcionamiento en política de admisiones, contratación, actividades estudiantiles o libertad de expresión, todas ellas áreas donde la autonomía universitaria, más aún dado su carácter de instituciones privadas, era pleno. La bestia negra de Trump, como sabemos, es todo lo que huela a woke y a lo que denominan “antisemitismo”, aunque en realidad equivale a cualquier crítica a la política de Netanyahu. Manifestarse a favor de Putin es libertad de expresión, hacerlo contra la política israelí en Gaza estaría prohibido. Desde luego, las universidades de la Ivy League no están libres de crítica y algunas han caído en los excesos del hiperwokismo o en políticas de admisión cuestionables, como el favorecer a los hijos de antiguos alumnos o de donantes, pero son decisiones que adoptan libremente en ejercicio de su autonomía.
Con todo, intentar interpretar estas coacciones de Trump únicamente como parte de su obsesión por todo lo woke es un error. Hay que leerlas en el contexto general de su abominación del pluralismo ―solo deben prevalecer nuestros valores―, así como de su fobia por instituciones cuya autoridad ve como una amenaza cierta a su liderazgo. Son expresión del resentimiento MAGA frente a la arrogancia de la élite de la inteligencia ―que no del dinero―, cuya desproporcionada influencia sobre la vida pública estadounidense ha sido siempre evidente. O sea, que en esta nueva caza de brujas priman más las emociones primarias y el ansia de acumular poder ―tratando de debilitar ahora a los titulares de un poder blando indudable―, que no las razones que se alegan desde la Casa Blanca. Que con ello puedan poner en peligro la mayor contribución estadounidense a la ciencia y cultura universal es ya algo que les trae al pairo.
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